Categoría: This is love

#Calabaza

Calabaza era la reina del patio. Cada mañana después de su paseo, enfilaba rauda afuera y se estacionaba a mirar la vastedad del patio apoyada contra el último escalón de tres que separan el departamento del jardín. Allí pasaba la mayor parte del día, intercalando siestas al sol y alguna que otra visita al estudio en busca de mimos. Cuando caía la tarde, abandonaba su refugio matinal y se adentraba en el patio hacia la pared del fondo para hacer lo que más le gustaba hacer en el mundo, después de salir a pasear: esperar atenta a ver una lagartija. Podía pasar horas con las orejas puntiagudas recortando la oscuridad de la noche y la pobre iluminación del patio, entregada al más agudo de sus sentidos.

Ella era así, plácida, tranquila, silenciosa: una perra madura que había conocido el amor de una casa y que por algún motivo que nunca supimos terminó en la calle y, ya lejos de la energía rutilante de la juventud, disfrutaba de pasar sus últimos años amada por dos humanos que cada día quisieron hacerla olvidar cualquier mala experiencia con la humanidad.

Hecha un bollito la encontramos en la esquina de casa, un día cuando no hacía mucho habíamos regresado de unas largas vacaciones en las que cruzamos la Cordillera de los Andes en auto. Tenía la larga cola de zorro enroscada en el cuerpo y apenas se le notaba el hocico en medio de tanto pelo. La desperté sacudiéndola despacio y por un momento pensé que no respiraba porque no me respondió aunque le acariciaba el lomo y le decía “Vamos perrito” en voz baja.

Yo ya la había visto de reojo un rato antes, al cruzar la calle para hacer una ruta inusual para el paseo de Lucy, que hasta ese momento era nuestra única perra. Enseguida supe que la iba a llevar a casa y me envolvió la adrenalina y la angustia habituales en esa situación. #novio fue a buscar una correa y Calabaza se dejó ensillar, dócil. Apenas le dije “¿Vamos?” se largó a andar a mi lado con su cuerpo avellanado y su pelaje tupido, de un color anaranjado solar y que le dio su nombre.

Pasó la primera noche en casa de la misma manera que las siguientes 1.178 noches que la tuvimos con nosotros: durmiendo agarrándose una patita con la otra, desparramada en un trapito que de forma religiosa amasaba una y otra vez antes de acostarse. Si salir a pasear y mirar lagartijas eran sus actividades favoritas, los trapos para dormir eran su absoluta perdición. Cualquier cosa que tocara el piso se convertía en cama y era habitual encontrarla a la mañana amarrocando cuanto trapo había: más de una vez la encontré enroscada en su trapito oficial más una frazada y el poncho que los días más fríos me pongo de mi lado de la cama, extasiada ella como adicta por la multiplicidad de telas y texturas.

Calabaza era inteligente y su perdición por los trapitos era catalizadora de una de las interacciones más alucinantes que tenía con ella: me hablaba con su leguaje corporal y sus acciones para decirme que algo le había pasado a su trapo para dormir. Tal vez Lucy se lo había sacado, tal vez yo me lo había olvidado en la soga a donde lo colgaba para que se oreara al sol. Aparecía al trote en el estudio en donde trabajo y enseguida demandaba mi atención: con las orejas puntiaguadas muy abiertas me tocaba la pierna con la pata y emitía una especie de quejido de protesta. Yo llamaba a eso “hacer patita”, y Calabaza me hacía patita para varias cosas: para recordarme la hora de salir cuando yo estaba enterrada en mi trabajo y perdía la noción del tiempo, para pedirme comida o para pedirme que le moviera el trapito de habitación.

Durante mucho tiempo desconocimos los ladridos de Calabaza: simplemente no ladraba nunca. Iba por la calle indiferente a los perros que se cruzaba o a los que viven en los departamentos arriba de nuestro patio, y tampoco usaba el ladrido para llamar nuestra atención. Una vez, sin más, echó un ladrido cortito mientras ella estaba en el estudio y con #novio cenábamos en el comedor. Nos miramos asombrados y gritamos casi al mismo tiempo “¡Calabaza ladró!” y fuimos a verla, esperando otros ladridos. Pero no: ella ya había emitido su gracia y no pensaba repetirlo. Nunca, en los tres años y dos meses que compartimos nuestras vidas, la escuchamos ladrar más de una vez seguida.

Verla morir fue una de las cosas más tristes y más dolorosas que me pasaron. Como adulta que eligió ser la humana de dos perras, en el proceso de tenerlas todos los días conmigo descubrí alucinada la cantidad y la profundidad del amor que se puede sentir por esos seres celestiales de cuatro patas que son los perros. Ahora me atraviesa el cuerpo toda la dimensión de extrañar a Calabaza y desear con toda el alma abrazarla aunque sea una vez más, sentir el pelaje sedoso con las puntas como de ámbar, las orejitas triangulares que acaricié una y otra vez mientras la vida se le escurría gracias al amable amparo de las drogas y se le apagaban sus ojos oscuros y redondos, que transmitían una ternura maravillosa y demostraban amor como pocas otras cosas.

Nada me mostró su ausencia de forma más brutal que el primer paseo a solas con Lucy. Sentí que se me desgarraba un poco el corazón en cada metro de vereda que me recordaba a ella. “En esa pared se paraba siempre”, “Acá le gustaba mirar para adentro”. Volví a casa hecha un mar de lágrimas, y ese mismo dolor me invadiría la primera vez que volvimos de la calle y solo Lucy vino a recibirnos.

Hay días en los que me culpo por su muerte. Me reprocho no haber visto las señales, me reprocho no haberme dado cuenta de que algo no estaba bien. Le quedaban unos años de vida que ahora no vamos a tener y nunca voy a verla echada en una playa tomándose todo el sol que tanto amaba. En verla morirse me morí yo un poco, derrotada por la impotencia de no poder hacer nada más para salvarla. Todo lo que se podía hacer lo hicimos. A veces el amor no es suficiente.

Mientras los días pasan, su recuerdo emerge cuando la nombro por accidente, o cuando digo “Vamos chicas”, las keyword que anteceden a todos los paseos. A veces me detengo a mirar las fotos de ella que recolecté en un album, y me regocijo pensando en que cada día que pasamos juntas le dije lo mucho que la amaba y que la disfruté de esa manera plena y profunda en que uno disfruta a lo que más quiere.

Algunos pueden pensar que al sacarla de la calle yo salvé a Calabaza pero fue exactamente al revés: ella me salvó a mí. Expandió mi capacidad de sentir y de dar amor, de respetar la vida y la dignidad de un ser sensible, y me hizo confirmar una vez más que lo único que se puede hacer para cambiar la realidad espantosa en la que vivimos es involucrarse.

Chau Calabaza. Te extraño todos los días un poco más.

#AdoptáNoCompres

#Parejas

happy togheter

Un grupo familiar almuerza un día cualquiera. La charla masculina deriva en las relaciones marido-mujer de los presentes. Uno cuenta que preguntar para invitar a sus amigos a su casa no es una opción porque es claro que su esposa dirá que no. Otro dice que puede preguntar aunque de antemano sabe que la respuesta será un rotundo «no». El mayor de la mesa confiesa que «las hace a escondidas» y que en todo caso se enfrentará a las consecuencias luego. Un cuarto, con estupefacción, plantea que estar en pareja es ampliar tu libertad y jamás restringirla. Año 2016. Sigo sin entender las dinámicas tóxicas de algunas parejas. No entiendo cómo es que en medio de tantos cambios sociales, de esta nueva conciencia en la que los individuos estamos llamados a desplegar nuestro potencial y el joie de vivre como una búsqueda valiosa y fundamental frente a nociones de otro tiempo como la acumulación de riqueza y la realización personal sólo a través del trabajo o los hijos, prevalecen esas estructura de pareja castradoras, en las que hombres y mujeres se erigen como dictadores del comportamiento del otro, digitando qué puede y qué no puede hacer. Estar en pareja es negociar, estamos de acuerdo. Encuentro que sin embargo hay territorios que son innegociables y que la libertad individual jamás debería subyugarse a los mandamientos de otro. No se me ocurre nada más opuesto a la felicidad.

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Error

Durante muchos años viví convencida de que lo áspero de la tristeza era el camino hacia el más profundo auto-conocimiento al que una persona podía arribar. El dolor parecía ser el maestro que iba a marcar el norte del aprendizaje, que los callos en el lomo y en el alma constituían la manera de moldearme. Cuando sufro un dolor es cuando más aprendo, cantaban. Y yo me lo creí.

He vivido equivocada y no me da miedo decirlo.

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Sabe

que no me es fácil dormir, que hay días en los que me cuesta horrores abrir los ojos.
de mi estado de ánimo a veces oscilante, de mis estallidos de indignación, de mi fragilidad.
cómo decirme las cosas para que yo las abrace, las aprehenda.
darme alivio con un par de palabras, hacerme reír a carcajadas, calmarme con su abrazo envolverte.
aceptar el hecho de que soy un poco terca, un poco aniñada, un poco inmadura, un poco caprichosa.
qué esperar esos días de exultante alegría en los que me llevo todo por delante a pura torpeza.
estar a mi lado cada vez que lo necesito sin que yo le diga nada más.
generarme olas de alegría con gestos pequeños que me conmueven.
leer cada uno de mis movimientos y adivinar lo que pienso sin preguntármelo.
que encontrarnos fue el giro inesperado en la dirección correcta que los dos siempre deseamos.

Seis meses de la más maravillosa historia.

Foto: Leo Reynolds

Ausencia

Extrañar con cada fibra del cuerpo, una sensación por completo nueva, desconocida. Extrañar a quien se sabe con certeza que va a volver; saborear de antemano el disfrute del reencuentro con las pequeñas cosas: el olor que es el otro, su boca deliciosa, la cercanía de un abrazo que es amor y completud. Extrañar es una medida de las cosas, de la porción que una presencia ocupa en un universo personal.

Extraño a mi soulmate estos días; me regodeo en esta ansiedad por su ausencia, la padezco un poco, aprendo a tolerarla. Redescubro este amor que me llena.

Foto via @amarazzi y su espectacular Tumblr Observando

#Conteo vol1

Es la cantidad de días desde que me tiré al vacío sin saber qué iba a encontrar después. Una de las mejores decisiones. La comprobación fáctica de que no sólo lo mejor está por venir, sino que llega justo cuando dejaste la búsqueda para otro momento. De que las cosas más necesarias a veces son las que están más cerca y esa ceguera inherente a la ignorancia de lo que se tiene no te permite ver. El número de días que me embarqué en el más profundo conocimiento de mi persona, de mi humanidad completa. Todos esos días compartida y real como nunca antes, auténtica, sin miedo, sin preguntas, sin ninguna clase de incerteza. Un viaje, una apuesta, un camino incierto en el más disfrutable de los derroteros junto a un otro.

89 días de la mejor historia que puedo contar.
No podría agradecer lo suficiente.

Foto: rustman

Confección

Cuenta

Amar no es gratis.

Ser capaz de amar tiene que ver con tus aprendizajes del pasado, con las heridas que se transforman en lecciones, con dolores que lentamente drenaron para reconvertirse en verdades que no debés olvidar.

Pasado, presente, futuro: una trilogía imposible de desarmar, imposible no ser hoy gracias a lo que se fue antes, y que ambos determinen lo que serás.

Los que amé y no me amaron; los que sí supieron cómo hacer feliz a la mujer que fui; los que no se animaron, los que se equivocaron, los que me lastimaron, los que me trataron con cuidado, los que me dejaron ir. Todos ellos fueron parte de la construcción de la mujer que soy hoy, ahora capaz de entender qué necesita para ser feliz, quién puede dárselo y quién definitivamente no.

Amar no es gratis: se paga cada día, a cuenta de lo que está por venir.

Foto: Infinite Winter Photography

#happytogheter

Ahora