El asunto del yuyo
En la parte izquierda del largo parque de la casa de mis padres en Ituzaingó, crecía pegada contra la pared una planta de tallo alto, verdes hojas con notorias nervaduras y una flor roja, compleja, y con unos frutos extraños, redondos y con pinches. Durante todo el año, ese vegetal silvestre, majestuoso por su tamaño y presencia, era objeto de la obstinación de mi padre para exterminarlo. La única motivación de su empresa, en un jardín repleto de vegetación, se resumía en que una escueta explicación: “esa planta es un yuyo”. Lo mascullaba con encono cada vez que yo lo consultaba al respecto, asombrada por el empeño puesto al servicio de hacer desaparecer aquella habitante que, aunque indeseada, no era fea ni maliciosa.