El asunto del yuyo

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En la parte izquierda del largo parque de la casa de mis padres en Ituzaingó, crecía pegada contra la pared una planta de tallo alto, verdes hojas con notorias nervaduras y una flor roja, compleja, y con unos frutos extraños, redondos y con pinches. Durante todo el año, ese vegetal silvestre, majestuoso por su tamaño y presencia, era objeto de la obstinación de mi padre para exterminarlo. La única motivación de su empresa, en un jardín repleto de vegetación, se resumía en que una escueta explicación: “esa planta es un yuyo”. Lo mascullaba con encono cada vez que yo lo consultaba al respecto, asombrada por el empeño puesto al servicio de hacer desaparecer aquella habitante que, aunque indeseada, no era fea ni maliciosa.

Con cierta periodicidad, en los tiempos en los que lo ayudaba a cortar el pasto y mantener la vegetación más o menos a raya, era la silenciosa testigo de su lucha contra la traicionera planta, que volvía a aparecer una y otra vez, sin importar el esfuerzo físico que papá pusiera para acabar con ella. Se aplicaron todos los métodos, sin reserva, desde la fuerza bruta hasta los productos químicos. En una de las más furiosas intentonas de destitución del vegetal en cuestión, papá cavó un pozo profundísimo, con la intención de llegar a la raíz misma de ella y sus potenciales ramificaciones. Durante horas, a riesgo de romperse la espalda que ya cargaba con décadas de larguísimas jornadas de trabajo, munido con pico y pala cavó y cavó hasta que se dio por satisfecho. Al terminar, una cantidad enorme de raíces, unos bulbos deformes como aliens de color blancuzco, yacían desparramados alrededor del pasto, retorcidos e impudorosamente expuestos.

Apenas cuatro semanas después, en una nueva ronda de mantenimiento del parque, mientras yo levantaba la caca de Alí, el perro de la familia, un grito que era mezcla de impotencia y desesperación atravesó el jardín. Papá había descubierto, agazapado entre otras plantas que sí eran bienvenidas, un pequeño retoño del yuyo aquel. Mi progenitor lucía desorientado y al borde de uno de esos estallidos de furia que caracterizaron la vida con él, hasta que a los 23 años pude alquilar un minúsculo departamento para mí y dejar atrás esas escenas de violencia física y psicológica que tanto daño me hicieron a lo largo de nuestra vida en familia. Pude anticipar que una de esas hecatombes nacía en su mirada desvariada, en la respiración agitada y sonora, en esos bufidos como de un animal atrapado que me inspiraban terror. Yo había aprendido a alejarme rápido ante ese panorama, a riesgo de ligar de puro rebote esa rabia asesina que él era capaz de desplegar contra lo primero que se le cruzara. Esa tarde, la pala terminó con el mango de madera partido al medio, el jardín con un agujero monumental rodeando al yuyo, el yuyo destrozado como por un predador salvaje, y yo refugiada en la cocina con la intención de volver a aparecer para acomodar el desorden cuando él se hubiera cansado de rabiar, y segundos después de que hubiera pegado su habitual grito demandando ayuda.

Para esa altura, aquel yuyo tenía en mi cabeza status de superhéroe, indestructible, eterno, y la fuerza física, que ya había probado no hacerle mella, dejó paso al ataque con químicos. Desde la primera aplicación quedó claro que los productos tóxicos poco iban a poder hacer nada contra aquella fuerza de la naturaleza que se recuperaba con más vigor de cada embate, y hasta parecía crecer más, florecer más, elevarse de forma más notoria por sobre el resto de las plantas, victoriosa e indemne. El experimento con sustancias terminó cuando un enorme cactus cercano, que proveía a la familia de exquisitas tunas, empezó a mostrar los primeros signos de que era la única entidad viva a la que el veneno estaba afectando en realidad. El próximo paso fue, de una manera muy rústica y laboriosa, cortar el yuyo al ras del piso, y repetir la operación cuantas veces fueran necesarias para evitar que volviera a levantarse, cual ave Fénix, a refregarle en la cara a mi padre su rotundo fracaso.

Me llevó mucho tiempo entender de manera acabada lo que ese yuyo representaba en realidad para papá que durante toda mi vida se comportó como un dictador, parecido al que hace 46 años atrás lo expulsó de su tierra natal. El asunto del yuyo era simplemente otro síntoma de su necesidad de controlarlo y determinarlo absolutamente todo en ese pequeño dominio que significaba su casa, a fuerza de maltratos y distintas formas de violencia, algunas más sutiles, algunas manifiestas e insoslayables. Él había dictaminado tiempo atrás que mamá no tenía que trabajar más, y que debía en cambio abocarse al cuidado de las cuatro hijas que trajeron al mundo. Era él quien digitaba si era o no posible para nosotras mostrar enojo, tristeza, aburrimiento. “Cambiá la cara”, esa orden marcial que había que acatar en el acto (sobre todo ante la presencia de invitados), era su manera de controlar de forma férrea incluso nuestra externalización de emociones. Durante nuestra infancia nos estuvo negado el derecho a sentir.

Cómo cortar la manteca, cómo poner el papel higiénico en el baño, cómo hacer la cama, en qué orden poner los condimentos en la ensalada, qué botella de Coca-Cola se podía abrir, cómo rallar el queso, cuándo estar de humor para que él y sus amigos hicieran su gracia de tirarnos a mí o a cualquiera de mis hermanas a la pileta de mis tíos completamente vestidas, humilladas y, por supuesto, incapaces de presentar siquiera una queja. Todo nos era digitado bajo su own-private-dictadura, a fuerza de órdenes enunciadas como ladridos y a riesgo de despertar su ira si las tareas no eran ejecutadas como él consideraba correcto. Durante aquellos años de nuestra infancia y adolescencia mis tres hermanas y yo vivimos, tal como en el asunto del yuyo, a merced de sus intentos incansables de moldearnos bajo su voluntad, como si fuéramos soldados de su causa, sin libre albedrío y sin posibilidad alguna de elegir. Lo que nosotras quisiéramos y sintiéramos no tenía importancia alguna.

Conforme pasaron las décadas, y mis hermanas y yo salimos de la casa paterna y nos convertimos en adultas, comenzó el lento declive de su reinado. Visitando el jardín una tarde de domingo, me percaté de la presencia de varios ejemplares del antaño disputado yuyo, erguido, firme e incólume con sus lustrosas hojas verde oscuro y nervaduras como caminos, sus hermosas flores rojas y sus frutos de exótica textura, en el rincón exacto del patio en donde tantas batallas infructuosas se habían librado para hacerlo desaparecer. Ahí estaba él, y ahí estábamos nosotras también. La batalla había cambiado de territorio y de tenor. Lejos del jardín, en la mesa familiar de innumerables reuniones y festividades, mis hermanas y yo -ese inquebrantable frente de cuatro mujeres que ya no podían soportar tanto maltrato- tomamos ese yuyo y lo convertimos en carne.

De forma subterfugia se cocinó una rebelión en la granja, primero de a poco e imparable apenase después. Una por una mis tres hermanas y fuimos capaces de plantarnos ante sus afrentas, sus desprecios, sus mandatos. Teníamos derecho a decir, a sentir, a hacer las cosas a nuestra manera y, por sobre todas las cosas, no estábamos dispuestas a soportar ninguna clase de violencia nunca más. Cada una a su manera comenzó a desactivar sus órdenes –haceme un café, traé una soda, sentáte acá, cállate la boca– y sus comentarios ponzoñosos que tuvieron siempre el único objetivo de herirnos –quién te dijo que te queda bien ese vestido, estás gorda, ese corte de pelo te queda horrible, vos sos una estúpida que no sabe votar, nadie se va a querer casar con alguien como vos. Todas aquellas agresiones cotidianas a las que nos acostumbramos durante tanto tiempo (y que ahora lo sabemos que no fueron inocuas) encontraron resistencia de forma unánime.

Yo corté todo vínculo con él, y disolví -a fuerza de terapia y psicotrópicos- esa pesada ligazón con mi pasado nefasto. Aunque durante mucho tiempo traté de entender los motivos de su comportamiento, llegué apenas a una breve conclusión que repito como un mantra cuando pienso en mi infancia, sobre todo en este presente en el que mi distancia no es rencor sino salubridad: triste final de soledad le espera a los que sólo supieron construir dolor y rencores a su alrededor. Lo pienso ahora mientras recorro el jardín de la casa familiar –«su» casa, como se encargaba con frecuencia de recordarnos-, en una de esas raras ocasiones en las que puedo visitarla porque él no está. Recuerdo el asunto del yuyo, lo encuentro en su rincón de siempre, recorro con la punta de los dedos sus verdísimas hojas y su estirado tallo, bastiones de resistencia durante tantos años de una guerra fútil, inexplicable y ridícula. Llamo a mamá en voz alta. Quiero llevarme un hijo de ese yuyo y plantarlo en mi jardín. Quiero recordar las batallas dadas por esa planta indómita e irreverente, en honor a todas mis batallas dadas y las que seguiré dando en el futuro.

Sonrío.

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