#Mirar

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Viajar por trabajo. Ciudades que son apenas un borrón por ventanas de hoteles y taxis. Me esfuerzo por mirar. Me esfuerzo por hacerme espacios a codazos para no dejar de mirar. Es menester observar, para al menos capturar un poco de la esencia de esos escenarios que pasan demasiado rápido para dejarte un recuerdo aunque sea tenue, aunque sea parcial. Bogotá su tránsito caótico, sus mujeres hermosas, sus edificios enormes.

Bogotá y sus vegetación y sus pájaros. Verde ciudad rodeada de cerros tapizados por una cantidad incontable de árboles. Árboles gigantes por doquier, que se alzan majestuosos por bulevares y callecitas que bordean riachos cuyos alrededores fueron transformados en bicisendas y vías para peatones, respetando la presencia de vegetación por todas partes.

Ciudad apenas conocida: observo con ojos de novedad todo cuanto me rodea. Esos helechos del tamaño de un árbol; esos puestitos en las esquinas en los que venden vasos con frutas de extraños colores; los policías con perros en cada esquina; los taxistas amables y parlanchines, como el de hoy que no paraba de decir “Ave María” como expresión de asombro. Sabores distintos: la pitaya, una fruta de forma geométrica, cáscara amarilla y un interior gelatinoso transparente, lleno de semillas redonditas negras y de sabor dulce y suave; la abundancia de legumbres, el pollo frito, el plátano cocinado de todas las formas posibles. La cerveza variopinta y deliciosa.

Mirar como novedad lo que para los bogotanos es el paisaje habitual. A todos nos pasa: perdemos la mirada de asombro y la recobramos sólo cuando salimos de nuestra ciudad de residencia. Mirar para arriba, para los costados; detenerme. Perseguir con sigiloso paso a las mirlas, hermosas, regordetas, con sus picos naranjas y sus ojos enormes que intimidan.  Un aroma penetra mi nariz: la inconfundible mezcla de la toda esa naturaleza junta; en los bulevares, un frescor vegetal acaricia mi cara y doy bocanadas profundas porque el aire sabe bien, a eucaliptos y araucarias, y cientos de otros que no conozco.

En esas caminatas breves, acotadas, descubro con renovado asombro un tipo de consumo de lujo que no estoy acostumbrada a ver. Las Vuitton y las Michael Korrs están a la orden del día, son frecuentes. Cartier, Maserati, Dior, Jimmy Choo, Burberry, Max Mara dominan las vidrieras de la zona del Centro Andino. Su correlato lógico, la pobreza extrema, los chicos y adultos cartonenado, los ancianos mendigando, también se presencia. Como en todas las ciudades de América Latina que me tocó conocer, la injusticia y la desigualdad son tangibles, observables a simple vista. Este vasto territorio que va desde México hasta el extremo sur de Ushuaia está repleto de similitudes como la hermosura de su gente, lo gustoso de sus comidas, la belleza de sus paisajes y los disímiles sentires de su música típica. Nos une también la impotencia frente a la corrupción que nos denigra y la pobreza materializada.

Es menester mirar, asombrarse. No dejar jamás de ser turista ni siquiera en tu propia tierra. Observarlo todo, redescubrirlo todo.

Cosas que te pasan si estás vivo.

 

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