#Calabaza

Calabaza era la reina del patio. Cada mañana después de su paseo, enfilaba rauda afuera y se estacionaba a mirar la vastedad del patio apoyada contra el último escalón de tres que separan el departamento del jardín. Allí pasaba la mayor parte del día, intercalando siestas al sol y alguna que otra visita al estudio en busca de mimos. Cuando caía la tarde, abandonaba su refugio matinal y se adentraba en el patio hacia la pared del fondo para hacer lo que más le gustaba hacer en el mundo, después de salir a pasear: esperar atenta a ver una lagartija. Podía pasar horas con las orejas puntiagudas recortando la oscuridad de la noche y la pobre iluminación del patio, entregada al más agudo de sus sentidos.

Ella era así, plácida, tranquila, silenciosa: una perra madura que había conocido el amor de una casa y que por algún motivo que nunca supimos terminó en la calle y, ya lejos de la energía rutilante de la juventud, disfrutaba de pasar sus últimos años amada por dos humanos que cada día quisieron hacerla olvidar cualquier mala experiencia con la humanidad.

Hecha un bollito la encontramos en la esquina de casa, un día cuando no hacía mucho habíamos regresado de unas largas vacaciones en las que cruzamos la Cordillera de los Andes en auto. Tenía la larga cola de zorro enroscada en el cuerpo y apenas se le notaba el hocico en medio de tanto pelo. La desperté sacudiéndola despacio y por un momento pensé que no respiraba porque no me respondió aunque le acariciaba el lomo y le decía “Vamos perrito” en voz baja.

Yo ya la había visto de reojo un rato antes, al cruzar la calle para hacer una ruta inusual para el paseo de Lucy, que hasta ese momento era nuestra única perra. Enseguida supe que la iba a llevar a casa y me envolvió la adrenalina y la angustia habituales en esa situación. #novio fue a buscar una correa y Calabaza se dejó ensillar, dócil. Apenas le dije “¿Vamos?” se largó a andar a mi lado con su cuerpo avellanado y su pelaje tupido, de un color anaranjado solar y que le dio su nombre.

Pasó la primera noche en casa de la misma manera que las siguientes 1.178 noches que la tuvimos con nosotros: durmiendo agarrándose una patita con la otra, desparramada en un trapito que de forma religiosa amasaba una y otra vez antes de acostarse. Si salir a pasear y mirar lagartijas eran sus actividades favoritas, los trapos para dormir eran su absoluta perdición. Cualquier cosa que tocara el piso se convertía en cama y era habitual encontrarla a la mañana amarrocando cuanto trapo había: más de una vez la encontré enroscada en su trapito oficial más una frazada y el poncho que los días más fríos me pongo de mi lado de la cama, extasiada ella como adicta por la multiplicidad de telas y texturas.

Calabaza era inteligente y su perdición por los trapitos era catalizadora de una de las interacciones más alucinantes que tenía con ella: me hablaba con su leguaje corporal y sus acciones para decirme que algo le había pasado a su trapo para dormir. Tal vez Lucy se lo había sacado, tal vez yo me lo había olvidado en la soga a donde lo colgaba para que se oreara al sol. Aparecía al trote en el estudio en donde trabajo y enseguida demandaba mi atención: con las orejas puntiaguadas muy abiertas me tocaba la pierna con la pata y emitía una especie de quejido de protesta. Yo llamaba a eso “hacer patita”, y Calabaza me hacía patita para varias cosas: para recordarme la hora de salir cuando yo estaba enterrada en mi trabajo y perdía la noción del tiempo, para pedirme comida o para pedirme que le moviera el trapito de habitación.

Durante mucho tiempo desconocimos los ladridos de Calabaza: simplemente no ladraba nunca. Iba por la calle indiferente a los perros que se cruzaba o a los que viven en los departamentos arriba de nuestro patio, y tampoco usaba el ladrido para llamar nuestra atención. Una vez, sin más, echó un ladrido cortito mientras ella estaba en el estudio y con #novio cenábamos en el comedor. Nos miramos asombrados y gritamos casi al mismo tiempo “¡Calabaza ladró!” y fuimos a verla, esperando otros ladridos. Pero no: ella ya había emitido su gracia y no pensaba repetirlo. Nunca, en los tres años y dos meses que compartimos nuestras vidas, la escuchamos ladrar más de una vez seguida.

Verla morir fue una de las cosas más tristes y más dolorosas que me pasaron. Como adulta que eligió ser la humana de dos perras, en el proceso de tenerlas todos los días conmigo descubrí alucinada la cantidad y la profundidad del amor que se puede sentir por esos seres celestiales de cuatro patas que son los perros. Ahora me atraviesa el cuerpo toda la dimensión de extrañar a Calabaza y desear con toda el alma abrazarla aunque sea una vez más, sentir el pelaje sedoso con las puntas como de ámbar, las orejitas triangulares que acaricié una y otra vez mientras la vida se le escurría gracias al amable amparo de las drogas y se le apagaban sus ojos oscuros y redondos, que transmitían una ternura maravillosa y demostraban amor como pocas otras cosas.

Nada me mostró su ausencia de forma más brutal que el primer paseo a solas con Lucy. Sentí que se me desgarraba un poco el corazón en cada metro de vereda que me recordaba a ella. “En esa pared se paraba siempre”, “Acá le gustaba mirar para adentro”. Volví a casa hecha un mar de lágrimas, y ese mismo dolor me invadiría la primera vez que volvimos de la calle y solo Lucy vino a recibirnos.

Hay días en los que me culpo por su muerte. Me reprocho no haber visto las señales, me reprocho no haberme dado cuenta de que algo no estaba bien. Le quedaban unos años de vida que ahora no vamos a tener y nunca voy a verla echada en una playa tomándose todo el sol que tanto amaba. En verla morirse me morí yo un poco, derrotada por la impotencia de no poder hacer nada más para salvarla. Todo lo que se podía hacer lo hicimos. A veces el amor no es suficiente.

Mientras los días pasan, su recuerdo emerge cuando la nombro por accidente, o cuando digo “Vamos chicas”, las keyword que anteceden a todos los paseos. A veces me detengo a mirar las fotos de ella que recolecté en un album, y me regocijo pensando en que cada día que pasamos juntas le dije lo mucho que la amaba y que la disfruté de esa manera plena y profunda en que uno disfruta a lo que más quiere.

Algunos pueden pensar que al sacarla de la calle yo salvé a Calabaza pero fue exactamente al revés: ella me salvó a mí. Expandió mi capacidad de sentir y de dar amor, de respetar la vida y la dignidad de un ser sensible, y me hizo confirmar una vez más que lo único que se puede hacer para cambiar la realidad espantosa en la que vivimos es involucrarse.

Chau Calabaza. Te extraño todos los días un poco más.

#AdoptáNoCompres

#Denunciar

El primero de agosto del 2020 junto a mi hermana mayor acompañamos a mamá a hacer el trámite más trascendental de todas nuestras vidas: una denuncia por violencia de género contra mi progenitor. Después de 47 años de maltrato psicológico y verbal contra ella, y muchas veces también físico contra mis tres hermanas y yo, mamá estuvo lista para decir basta. Unas horas antes, en una discusión hogareña, mi progenitor le aventó una cachetada a mi hermana mayor y fue a buscar una barreta de hierro suponemos que para dejar su posición sentada con más fuerza. Llamada a la Policía, llamada al SAME porque mamá se descompuso, traslado a la Comisaría de la Mujer en Ituzaingó para hacer la denuncia. Mi viaje en Cabify desde Olivos a Ituzaingó, mirando por la ventana, ahogada por el barbijo, las lágrimas, la angustia y la certeza de que se abría una caja de Pandora cuyas consecuencias nos atravesarían durante un tiempo eterno. Un viaje que fue un repaso mental de todos los sucesos que nos llevaron hasta ahí una atípica tarde calurosa y soleada en la mitad del invierno.

No me sorprendió lo rústico y abandonado del lugar en el que habríamos de pasar las siguientes cuatro horas esperando ser atendidas con apenas dos oficiales trabajando, con una de ellas de forma permanente hablando por teléfono con juzgados, albergues, hospitales. Una casa vieja a media cuadra de la plaza sur de Ituzaingó, de rejas descascaradas, pasto mal mantenido, y apenas un pequeño lugar bajo techo con tres asientos para esperar (de hecho uno de ellos estaba roto). En plena pandemia, y en el medio del aislamiento social obligatorio, no encontré en el lugar rastro alguno de alcohol en gel ni de posibilidad de esperar guardando la necesaria distancia social. Ni hablar del resguardo contra el frío de la sombra. Eso sí, la virgencita para rezar estaba ahí, incólumne, igual que la placa homenajeando al ya casi enquistado intendente Descalzo por poner a disposición un lugar que tiene cualquier cosa menos empatía, contención y sororidad para quien está atravesando una situación de violencia. Ni unx psicólogx, ni unx espcialista en violencia familiar: nada más que una ventana para hacer un trámite como quien saca un permiso para manejar.

En cada familia sus integrantes cumplen un rol; nunca leí de qué manera llegamos cada unx de nosotrxs a ganarnos esa posición en el campo de juego; pero no conozco persona alguna que no juegue en su familia de win delanterx, de stopper o de enganche. Esa es la posición que ocupo en la familia Alderete: resuelvo cosas, las muevo para adelante, hago que ocurran. Mamá no paraba de temblar y cada minuto que pasaba se hacía evidente que nuestra estancia en ese lugar iba a ser prolongada. Sus problemas en la columna no le permiten estar parada mucho tiempo y con mi hermana no queríamos que se sentara cerca de otras personas por ser paciente de riesgo de COVID. Me acerqué a la ventana por la que atendían al público y pedí si era posible que me facilitaran una silla. La oficial fue muy amable y me entregó un vetusta pero firme silla y primero nos refugiamos bajo un pino enorme que domina el antejardín de la comisaría; la sola imagen de la silla bajo el pino hizo que se me cayera el alma al piso. Todo era tan bizarro, tan de los hermanos Fargo que no podía ser real. Denunciar a tu progenitor por violencia de género una tarde tibia de agosto no es algo que te imaginás que te va a pasar en la vida. Un rato más tarde, el frío de la sombra nos hizo huir al sol de la vereda de enfrente; sabíamos que teníamos al menos tres casos delante nuestro. Es conmovedora la fraternidad que estas situaciones generan. «Vayan al sol chicas que nosotras les avisamos cuando les toca» nos dijo una mujer con la cara demacrada, acompañada por sus dos hijas, y que ya estaba en el lugar esperando cuando nosotras llegamos.

Hicimos chistes de humor negro como es nuestra costumbre durante las horas de espera que perecían no pasar nunca; compramos facturas y las comimos antes de que el sol desapareciera por detrás de la casa, dejándonos a merced del frío de la noche aciaga. Y llegó nuestro turno. A mamá le temblaba la voz. Relató sus años de maltrato y el incidente del golpe a mi hermana como la última gota de un vaso derramado hace demasiados años. La oficial, impersonal, sin un rastro de empatía ni consuelo en la voz hizo preguntas, tomó notas, se alejó a la máquina de escribir y volvió a leernos el escrito de la denuncia antes de firmarla. El dibujo de la firma de mamá, imposible de falsificar durante toda mi secundaria, se movió en cámara lenta sobre la hoja de papel apoyada en un bloque de aglomerado destartalado. Mi hermana y yo nos agarramos de la mano. Respiré profundo y me atraganté con las lágrimas contenidas por horas. Sos enganche, repetí para mis adentros, vos resolvés cosas, no las empeorás.

La oficial nos explicó entonces que por ser fin de semana la exclusión del hogar solicitada contra mi progenitor podía tomar unos días para concretarse, que el juzgado iba a comunicarse con nosotras, y que lo mejor era que nos fuéramos de la casa. Volvimos calladas en el auto, quien sabe cada una pensando en qué, mientras yo rogaba en silencio que Raúl no estuviera ahí. No estaba segura de qué iba a ser capaz al cruzármelo. La casa estaba a oscuras y en silencio. Con el corazón en la boca entramos y, lo más rápido que pudimos, recogimos cosas elementales de mamá y de mi hermana: mamá vendría a pasar los días que fueran necesarios a casa, mientras que mi hermana se refugiaría en la casa de una amiga. La sensación de terror es indescriptible: metés cosas en mochilas, y bolsas, y vociferás «no te olvides de tal cosa», mientras te movés por los pasillos de ese territorio ahora hostil y peligroso. Cuando escuché la puerta de la calle se me paralizó el corazón. Mi progenitor es una persona impredecible. Sus estallidos de furia pueden terminar un rato después de empezar o seguir en continuado por varias funciones. Entró en silencio y dio vueltas por la casa lejos nuestro: nos hizo saber que estaba ahí. Fui a la cocina y me guardé un cuchillo en el bolsillo de atrás del jean. «No me vas a agarrar con la guardia baja nunca más» pensé. Escuché llegar el auto de #novio y le pedí a mi hermana y a mi mamá que se apuraran. Mi progenitor salió a la puerta y se puso a hablar con un vecino con la impunidad infame de quien lleva años saliéndose con la suya. Mientras cargábamos los bolsos y bártulos en el auto, no podía dejar de mirarlo conversando como si nada hubiera pasado. Toda la calma, todo el humor negro, todo mi rol de enganche se diluyeron y estallé: cuando ya estábamos acomodados en el auto para partir, salí, me acerqué a él y le grité desde el fondo de mis pulmones «Te vas a morir solo, hijo de la mierda», y después me paré en el medio de la calle a gritar «Raúl le pega a las mujeres», «Raúl es un violento». Él, hijo de la generación pendiente del qué dirán, se metió en la casa sin decir nada. Yo me subí al auto con ganas de prender fuego algo y con una necesidad voraz de tomarme un whisky.

Pasamos con mamá tres días de charla, de contención, de escucha. Pasamos tres días de estar atentas al teléfono, a la espera de que tener que enfrentar otro momento terrible, ese en el que la Policía habría de notificar a mi progenitor de la denuncia y sacarlo de la casa. Nos citaron en la comisaría del barrio bien temprano una mañana de martes prístina. Al llegar e informar el motivo de nuestra presencia al oficial que nos atendió, la respuesta me dejó sin aliento: «No tenemos patrullero para ejecutar la acción, tuvimos otro operativo». La abracé fuerte a mamá de la cintura y con voz calma le expliqué al buen señor que el juzgado nos había mandado, y que veníamos desde lejos. Que por favor nos ayudara. Que yo pagaba un remís para ir de ser necesario. Nos dejó solas en la entrada de la comisaría mientras yo respiraba para calmarme y mamá temblaba bajo mi brazo. Un rato después salieron dos oficiales y nos hicieron subir a un vehículo particular. «Un patrullero ya está en la casa, ustedes tienen que estar ahí para recibir las llaves». «¿Este auto es de la comisaría?» pregunté. «No, es mío» me dijo el oficial, mirándome por el espejo retrovisor. Sentí el nacimiento de un llanto desolador desde el fondo del estómago. Respiré. «Gracias, un millón de gracias oficial» dije. «Para eso estamos, señora». Mientras nos acercábamos a la cuadra de la casa de mis padres, divisé el patrullero en la puerta y le pedí a los oficiales si era posible que alguno acompañara a mi mamá a la casa de una amiga, apenas en la esquina, para protegerla de esa escena que no iba a tener nada de agradable. Mientras mamá caminaba acompañaba por un policía, me vi a mí misma sentada en el pavimento, escondida detrás de un patrullero, buscando que mi progenitor no me viera al momento de salir ni ser yo misma testigo de aquel momento: no lo quería grabado en mi memoria. Sabía que todo iba a ser rápido, igual. Desde la notificación, en general le dan al denunciado apenas media hora para que saque sus cosas esenciales y abandone la propiedad.

Y entonces, como en una película de terror, cometí el terrible error de mirar. Vi el momento exacto en el que dos policías escoltaban a mi progenitor por la puerta de casa y se me mezclaron recuerdos que me aturdieron: la vez que partió la puerta del baño a piñas después de una pelea con mi mamá; cuando atropellaron a un perrito en la puerta de casa y lo llevamos juntos a un veterinario para que lo curen; cuando destruyó las cosas de mi habitación porque me colgué hablando con un amigo en una esquina del barrio y volví muy tarde a casa, y aquel verano azul en Mar del Plata en el que nos metimos de la mano al mar y saltamos las olas enormes y nunca me volví a sentir más feliz en mi infancia entera. Apoyada contra el paragolpes del patrullero lloré de amargura, de hartazgo, de bronca, un poco de alivio, un poco de miedo por lo que se venía. Acción-reacción: habíamos dado el primer paso, pero de seguro no era el último y yo bien lo sabía. Cuando la Policía se lo llevó, me entregaron el juego de llaves, firmé un acta y todo pareció acabar en un instante en el más completo silencio. Cerré la puerta de la casa detrás mío y la recorrí con una opresión en el pecho y la imposibilidad de respirar, un naciente ataque de angustia mientras buscaba un par de tranquilín en la cartera y miraba el reloj de la cocina para confirmar que era demasiado temprano para tomarme una birra. Recorrí cada espacio, el patio enorme, la que fue mi habitación en la adolescencia. No me permití llorar. Soy el enganche, tengo que resolver cosas: que mamá, mi hermana y mis sobrinos vuelvan a la casa, ordenar, comprar comida, contener a los demás, sacar cuentas ahora que el principal sostén económico no está más, hacer que todo funcione aunque por dentro me desmorone y por fuera sonría, y haga chistes y se me ocurran ideas sobre como re-acomodar ciertos ambientes que desde ese momento empezaban a transcurrir bajo el imperio de otra persona. El rey ha muerto: que viva la reina, sería la versión para este caso.

Conforme pasaron los días, y mientras lidiaba al mismo tiempo con la depresión de mamá, el desajuste de mis hermanas y mi propio descalabro emocional, tuve que enfrentar una de las peores cosas de todo este proceso: los demás. El resto de la familia. La toma de postura de cada una. La exigencia de explicaciones. El reproche por no haber encontrado otra forma de hacerlo. La acusación de haberlo echado a la calle como un perro. La puesta en duda sobre su violencia sistemática e histórica. El manto de duda sobre la veracidad de los acontecimientos que terminaron haciendo volar todo por el aire. La soledad indescriptible de sentirte juzgada y que nadie te pregunte si tu mamá, tus hermanas, tus sobrinos o vos necesitan algo. Amarga realidad de saber que ciertas posturas -la eterna vista gorda, la justificación de todo, la conveniencia del supuesto desconocimiento- no cambian jamás, no importa lo que pase. «¿Si sacábamos a mamá o a mi hermana en una bolsa de consorcio ahí nos ibas a creer que Raúl era violento?» me escuché preguntándole a la más querida de mis tías, la mujer a la que admiré toda la vida, la que fue mi role model. Me encontré con la indiferencia de que personas muy cercanas, con las que mi mamá y mis hermanas compartimos cada momento de nuestras vidas, que no levantaron ni el teléfono para acompañarnos desde la palabra (eso ocurriría bastante tiempo después con mayor o menor grado de entendimiento, no siempre con un final feliz). Nunca pusimos a nadie en la absurda disyuntiva de «nosotras o él». Sigo convencida de que nos merecíamos más: más contención, más amor, más humanidad. Y lo más importante: nos merecíamos que nos crean. Fue lo único que les pedimos.

Y también, claro, nos encontramos con lxs incondicionales de siempre. Con aquellxs para los que el amor no cuestiona ciertas cosas cuando la realidad toca límites que nunca se deberían atravesar. Lxs que llaman, los que se acercan, los que te ofrecen hasta lo que no tienen para acompañarte en un momento de mierda. Los pingos se muestran en la cancha. Mamá, mis tres hermanas y yo aprendimos mucho sobre pingos en 2020. Aprendimos mucho, mucho más: sobre la precariedad y el cinismo del sistema que se jacta de acompañar a las mujeres en situaciones de violencia -no las personas, sino el sistema entero en sí mismo- pero no tiene ni una sala de espera ni un baño decente ni las precauciones mínimas en una coyuntura de pandemia y ni siquiera un espacio de empatía y contención; aprendimos con dolor sobre la diferencia entre hacer una denuncia llenas de privilegios (pagar un Cabify para ir y volver de la comisaría, comprar facturas y Coca fría para pasar el tiempo, tener lugares a dónde refugiarte cuando no podés volver a tu casa, estar las tres juntas) o denunciar en la más absoluta de las vulnerabilidades socio-económicas -sola, con una bebé a cuestas, un brazo roto, ningún lugar para ir, ni plata para comprar un alfajor. Aprendimos sobre sobre lxs verdaderos amigxs, sobre la gente tóxica, sobre la hipocresía de las feministas europeas y de las nacionales que se llenan la boca de teoría pero a la hora de los bifes dudan. Que el verdugo se perpetúa porque las víctimas simplemente no pueden salir de ese círculo de violencia, maltrato y dolor por falta de recursos, por soledad, por una incapacidad que es imposible de describir de una sola manera, sin culpabilizar a la víctima jamás. Nos dimos cuenta también de que todxs tenemos un límite. Y de que a algunxs les lleva décadas alcanzarlo.

Pero sobre todas las cosas, aprendimos que las cuatro hermanas Alderete y la señora Martinez Jara nunca jamás vamos a permitir que ningún enfermo frustrado y lleno de veneno nos maltrate otra vez. Estamos más juntas que nunca: todas para una y una para todas.

Ahora y siempre.

Si vos o alguien que conocés está atravesando una situación de violencia no dudes en llamar al 144 o acercarte a la comisaría de la mujer de tu zona. También podés llamar la línea 137 para denuncias en la Ciudad de Buenos Aires o el 911 ante una emergencia en provincia de Buenos Aires. La Corte Suprema de Justicia tiene una Oficina de Violencia Doméstica (OVD) que sigue abierta las 24 horas del día a pesar de la pandemia y que atiende en Lavalle 1220, planta baja, Capital Federal.

El asunto del yuyo

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En la parte izquierda del largo parque de la casa de mis padres en Ituzaingó, crecía pegada contra la pared una planta de tallo alto, verdes hojas con notorias nervaduras y una flor roja, compleja, y con unos frutos extraños, redondos y con pinches. Durante todo el año, ese vegetal silvestre, majestuoso por su tamaño y presencia, era objeto de la obstinación de mi padre para exterminarlo. La única motivación de su empresa, en un jardín repleto de vegetación, se resumía en que una escueta explicación: “esa planta es un yuyo”. Lo mascullaba con encono cada vez que yo lo consultaba al respecto, asombrada por el empeño puesto al servicio de hacer desaparecer aquella habitante que, aunque indeseada, no era fea ni maliciosa.

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El egoísmo de no querer ser madre

la maternidad será deseada o no será

En enero de este año me hice la ligadura de trompas. Esta experiencia me puso cara a cara con la incomodidad que provoca en muchxs que una mujer manifieste que no desea la maternidad y, peor aún, con la realidad de que a muchxs les suena abominable que por voluntad propia le haya quitado a mi cuerpo esa posibilidad. Nacer con útero pero no tener intenciones de usarlo roza, todavía hoy, con lo tabú. Me resulta difícil comprender por qué un acto de soberana libertad es algo que tiene que decirse en voz baja o no decirse en absoluto. ¿Qué es lo que lleva a una mujer en sus 40s a una decisión irreversible? La explicación es bastante sencilla. Desde hace años tengo la certeza absoluta de que no me interesa ser madre, y desde el primer momento en que lo enuncié, el egoísmo surgió como la lectura «natural» de otrxs a esa decisión tan personal e íntima. Y ya es hora de desarmar la carga peyorativa de ese concepto.

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#nadar

Hoy nadé.

Mi cuerpo no se acostumbra todavía a ese entorno líquido y apenas resistente, ese ámbito tibio y ondulante que se amolda a mi figura, le pone apenas resistencia y la envuelve de una manera tenue, gentil. Pienso a veces que toda esta extrañeza ante esa liquidez circundante no tiene sentido, dado que pasamos los primeros 9 meses de nuestras vidas –semanas más, semanas menos- flotando en ese fluido vital que mezcla proteínas con seguridad.

Nadar es siempre una lucha contra la muerte por inmersión. Para alguien como yo, que nada pero que no sabe nadar, digamos, de manera sincronizada y prolija, no es extraño que durante los primeros minutos de cada clase todo se resuma a tratar de mantenerme con vida y atravesar los metros de agua con cierta gracia y cierto orden. Una serie de mecanismos de repetición y precisión se ponen en marcha para aprovechar al máximo la conjunción entre el cuerpo y el agua: hay una danza cronometrada entre patadas, brazadas y oxígeno que, bien ejecutadas, transforman tu devenir sumergido en una experiencia superadora. El triunfo de la destreza humana por sobre un ambiente para el que no fuimos diagramados.

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#Parejas

happy togheter

Un grupo familiar almuerza un día cualquiera. La charla masculina deriva en las relaciones marido-mujer de los presentes. Uno cuenta que preguntar para invitar a sus amigos a su casa no es una opción porque es claro que su esposa dirá que no. Otro dice que puede preguntar aunque de antemano sabe que la respuesta será un rotundo «no». El mayor de la mesa confiesa que «las hace a escondidas» y que en todo caso se enfrentará a las consecuencias luego. Un cuarto, con estupefacción, plantea que estar en pareja es ampliar tu libertad y jamás restringirla. Año 2016. Sigo sin entender las dinámicas tóxicas de algunas parejas. No entiendo cómo es que en medio de tantos cambios sociales, de esta nueva conciencia en la que los individuos estamos llamados a desplegar nuestro potencial y el joie de vivre como una búsqueda valiosa y fundamental frente a nociones de otro tiempo como la acumulación de riqueza y la realización personal sólo a través del trabajo o los hijos, prevalecen esas estructura de pareja castradoras, en las que hombres y mujeres se erigen como dictadores del comportamiento del otro, digitando qué puede y qué no puede hacer. Estar en pareja es negociar, estamos de acuerdo. Encuentro que sin embargo hay territorios que son innegociables y que la libertad individual jamás debería subyugarse a los mandamientos de otro. No se me ocurre nada más opuesto a la felicidad.

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#Mirar

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Viajar por trabajo. Ciudades que son apenas un borrón por ventanas de hoteles y taxis. Me esfuerzo por mirar. Me esfuerzo por hacerme espacios a codazos para no dejar de mirar. Es menester observar, para al menos capturar un poco de la esencia de esos escenarios que pasan demasiado rápido para dejarte un recuerdo aunque sea tenue, aunque sea parcial. Bogotá su tránsito caótico, sus mujeres hermosas, sus edificios enormes.

Bogotá y sus vegetación y sus pájaros. Verde ciudad rodeada de cerros tapizados por una cantidad incontable de árboles. Árboles gigantes por doquier, que se alzan majestuosos por bulevares y callecitas que bordean riachos cuyos alrededores fueron transformados en bicisendas y vías para peatones, respetando la presencia de vegetación por todas partes. Sigue leyendo

103 días con #Lucy

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Todos los perros, un perro.

Lucy.

A Lucy le gusta dormir al sol, olisquear el viento con su nariz húmeda que nace en un morro rosado y suave, y escalar la mesa y los bancos del patio. Sus enemigos naturales son sin dudas el agua y los gatos. Lucy ama la gente: por la calle cuando salimos de paseo, le mueve la cola blanca y pelicorta a cuanto ser humano pase. Supongo que es un resabio de su vida callejera, en la que sus ojos castaños, de mirada humana, y su natural empatía con las personas la ayudaron a sobrevivir.

Verla fue amarla. Una perra suave, alegre, con las costillas y las caderas sobresalidas en su cuerpo hambreado, de pelaje blanco sucio y ojazos compradores. Lucy llegó a mi vida (y a la de #novio) a ser la primera mascota de la vida adulta, luego de años anhelando la posibilidad de ser el humano de un perro. El primer ser doliente a mi cargo; por vez primera una alma bajo mi responsabilidad, más allá de mi propia alma que tantas veces he hecho naufragar. Vino a mi vida a enseñarme más sobre el compromiso, la paciencia, la lealtad, la alegría y, por supuesto, sobre la capacidad de amar y ser amado.

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#Hijos

 

oldie copia

Paola, Nora y yo en los 80s

“Si me seguís pegando le voy a decir a tu papá”, le grita una madre a su hijo de 12 años. Sólo unos días después el nene le revolea una lata de pintura por la cabeza y sale al pasillo del edificio gritando por auxilio y pidiendo que alguien llame a la policía. Apenas un par de jornadas más adelante, el mismo nene de 12 años regresa a su hogar y cuando se cierra la puerta comienza un raid de destrucción al grito de “te odio, te odio”, y rompe a patadas biblioteca, cuadros, adornos, mesas y todo lo que hay a su paso. Ahora es su madre la que pide auxilio al encargado del edificio. También viene la policía. El niño es llevado lejos del hogar por sus abuelos. Más tarde, en una charla desgarradora, la madre confiesa que ya no sabe qué hace con él, que está cansada, que no tiene un mango, que apenas puede salir de su casa, que su hijo le hace la vida imposible a su nueva pareja. “Es un monstruo”, sentencia. En los días siguientes no se escucha al niño en la casa. Tampoco a la madre. Apenas a los caniches, llorando en la soledad de una casa vacía.

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Cosas que aprendí construyendo mi casa

casa nueva

Con los mitos populares te pueden pasar dos cosas: refutarlos o confirmarlos con la más absoluta de las certezas. Es de público conocimiento que mudarse es uno de los mayores causales de stress por el que puede atravesar un individuo (separación, muerte de ser querido y no tener trabajo son las otras). Estoy aquí para afirmar sin duda alguna que la combinación de obra+mudanza es capaz de sacar de eje al más centrado de los seres humanos: es un camino lleno de altibajos y desafíos, en el que sos incapaz de salir indemne. No importa que tan zen seas, o si hiciste con tu pareja un pacto de no agresión durante ese período crítico de la vida en común: lo cierto es que tarde o temprano, diversos factores construyen en tu psiquis una necesidad acuciante de que el proceso se termine y no ver a ningún albañil, pintor, parquetista y sus consecuencias secundarias, el polvillo y la mugre, nunca más en tu puta vida.

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