#BFAL vol1

Alguien escribió AMOR con aerosol rojo y letras así mayúsculas justo al lado de la senda peatonal por la que cruzo la calle todos los días de mi vida. Justo lo que necesitaba: un recordatorio bien gráfico de esa pieza de mi universo que hace demasiado tiempo que no encaja y menos ahora cuando lo que quiera que pasaba entre nosotros definitivamente se acabó.

Era azul la luz que entraba por la ventana, como estar sumergidos en un ambiente acuoso donde nuestros movimientos -desnudos y enredados uno en el otro en la cama de sabanas livianitas- eran como en cámara lenta. Pequeñas porciones fotográficas: el lóbulo redondo y gordo de su oreja justo antes de besarlo, su boca trompuda incluso cuando duerme, sus largas pestañas oscuras señalando el horizonte, el pelo desprolijo revuelto, la respiración serena apenas interrumpida por sus ronquidos que acallo sacudiéndolo con suavidad, su brazo rodeándome fuerte como si yo tuviera la más mínima intención de escapar. Ejercicio de placer particular recorrer con la nariz el costado de su cuello y su nuca, descubrir la leve variación de su olor que podría distinguir con los ojos cerrados entre cientos de otros hombres. Hay días en los que ya no hay diferencias entre el sueño y la conciencia cuando despertamos entre besos que derivan en un encuentro físico que es seguramente una de las mejores maneras de salir de la vigilia.

El cielo anuncia que se caerá a pedazos en breve, y salto de la cama para ir a buscar mi ropa tendida en la terraza. “No te vayas”, le digo en broma, señalándolo muy estricta con el dedo, porque sé que no hay nada que pueda hacer para detener lo que he ensayado durante días en mi cabeza, y que es muy probable que pase demasiado tiempo y demasiadas cosas antes de volver a tenerlo así, mirándome divertido y somnoliento mientras me visto jugándole una carrera a la lluvia inminente, despeinada, oliendo a sexo y a él mientras busco en el piso de la habitación algo de decencia en forma de ropa. Vuelvo a la cama agitada por la corrida entre pisos y con los pies helados porque no hubo tiempo para zapatos. Me acomodo otra vez en ese abrazo y ese cuerpo que es el único lugar del mundo al que quise llegar y volver cada uno de los días de los últimos tres o cuatro meses.

“No puedo seguir haciendo esto” digo, repitiendo algo que suena familiar en mi memoria. Y esa esperanza, esa fe absurda de haber hecho mella en él de una forma distinta luego de tantos pero tantos años se estrella contra sus palabras que se enlazan a las mías, y cuando lo escucho decir “Yo también creo que no deberíamos seguir haciendo esto” cierro fuerte los ojos porque puedo sentir de una manera física – como un dolor de cabeza repentino o un tirón en la pierna- cómo se me inunda de desesperanza ese lugar de mi cuerpo que durante meses no hizo sino llenarse de un anhelo mudo y sin sentido.

Digo que esto me desordena, él dice que se puso todo demasiado raro; lleno con mis palabras su ambigua definición de las cosas y digo entonces que esto es demasiado poco claro y él dice que sí. No tengo interés ni fuerza para indagar más sobre qué es exactamente lo que significa esa rareza, porque cualquiera sea su naturaleza lo único que sí tengo claro es que no hace sino alejarlo de mí y definitivamente no desear como yo que aquello que durante el último tiempo ha sido como una disrupción en el devenir de los días se convierta en cotidianeidad.

Es casi una ironía que esa charla que augura tanta distancia transcurra así, sin vernos las caras ni a los ojos, convertidos uno para el otro en un fragmento de cuerpo, en una cercanía cálida y familiar que se desintegra frente a nosotros mientras corren minutos de un silencio que no es incómodo sino más bien triste, una despedida muda, un hasta pronto y quién sabe lo que va a pasar pero sin decir absolutamente nada. Su estómago cruje con violencia y ese sonido atraviesa la habitación. Propongo el desayuno; él asiente pero dice que quedarnos así ahí donde estamos también es una opción. Yo recorro mentalmente el abrazo en el que estoy sumergida, su estrechez, su tibieza, la paz que me trae y que me ha traído siempre, el contorno de su cuerpo imperfecto y hermoso contra el mío igual de imperfecto. Entiendo entonces que es ahora o nunca, que ese es el momento justo en el que debo dar el paso decisivo para materializar la distancia que decretamos minutos atrás y que la cercanía de ese abrazo no hace sino demorar de una manera casi masoquista y que amenaza con desmoronar mi entereza.

Salgo de la cama de un salto rompiendo en pedazos el momento, me envuelvo en mi bata verde mientras le doy la espalda y digo “Mejor voy a preparar el desayuno sino esto se va a poner más complicado”. Cuando me doy vuelta está mirándome con sus ojos enormes y oscuros. Me arrodillo en el medio de la cama, le doy besos suaves desde la cabeza hasta la cintura y después sí, atravieso la puerta de la habitación, me sumerjo en la cocina gris, helada, ajena, pongo en marcha el ritual del desayuno movilizando tetera, tostador, exprimidor, pomelos, té, miel, café y leche mientras canto Strawberry fields en voz baja, respiro profundo para no desarmarme y afuera el sonido maravilloso de la lluvia torrencial sobre Buenos Aires me trae una extraña clase de calma y nada nada nada de consuelo.

Difícil tarea dejar ir lo que uno ama.

 

Foto: fractured fairytales

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