Perdida en San Pedro
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Si el modelo de los medios de transporte público ha tenido éxito durante la era moderna se debe al menos a dos factores. Por un lado, la necesidad irrefrenable de movilización por motivos relacionados al trabajo, al estudio y al esparcimiento; y por otro, gracias al acuerdo tácito entre los eventuales compañeros de viaje de que cada uno hará su parte en ese esfuerzo necesario por molestar a los demás lo menos posible durante la convivencia forzada que ocurre además en un espacio en el que la privacidad es un valor inexistente reemplazado por una incómoda cercanía imposible de soslayar.
Imaginen un micro moderno, con butacas de un nivel de comodidad óptimo para un viaje de tres horas, imaginen el compañero de viaje soñado -silencioso, perfumado, enfrascado en la lectura de su Página 12. Imaginen una sorprendente ausencia de niños, celulares con ringtones a todo volumen o conversaciones a boca de jarro. Imaginen que la ruta está despejada y el micro se mueve suave y cadencioso sobre el asfalto. Figurense un paisaje campestre típico de las afueras de buenos aires, caballos, sembrados, extensiones de arboledas preciosas que son el marco perfecto para presenciar cómo el omnipresente frente de tormenta que acompañaba el viaje desde Retiro vira sorprendentemente a un cielo azul diáfano, resplandeciente, que augura un finde incluso mejor de lo esperado. Lindo, ¿uh?
Imaginen ahora que ese estadío cercano a la perfección es súbitamente interrumpido por cuatro cotorras teñidas de rubio que quiebran con sus risitas idiotas la atmósfera de calma y relax alcanzada hasta el momento, gritándose cosas en medio del pasillo, profiriendo carcajadas de boca abierta; imagínenselas preguntando asiento por asiento quién se baja en Baradero para asegurarse un lugar hasta San Pedro. Imaginen qué suerte que dejé mi 9 mm en casa.
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En las calles de San Pedro:
-Se observa la presencia de mucho nene al que papá le prestó el auto y lo saca a relucir con la música a todo volumen -preferentemente con reggetón, cumbia o marcha
-Hay una invasión de muchas, muchísimas motos y bicicletas de todo tamaño y color. Las motos en particular parecen tener la costumbre de desafiar absolutamente cualquier norma de seguridad vial y buenas prácticas de manejo -llámese casco, no más de dos pasajeros por vehículo y respeto por las velocidades máximas. Cualquier trabajador de alguna entidad de seguridad vial se sentiría cuanto menos frustrado en este pueblo. Su tarea, lamento decirlo, no ha tenido el más mínimo efecto.
-El perfume de los naranjos en flor es omnipresente. Me descubrí en unos de los paseos cantando ese tangazo del Polaco a toda voz, porque era la banda de sonido perfecto para esa escenografía de perfume cítrico y dulce que me agarró por sorpresa y recién dilucidé al descubrir algunos árboles ya con fruta.
-Bancos. De plaza, de material, artesanales, improvisados con troncos de árboles. Los hay enormes, que cual guardianes dominan las entradas de las casas, y más pequeños, modestos, en los que es fácil imaginar a algún vecino solitario viendo pasar el tiempo. Imaginé las tarde de verano, la charla de portal a portal, el chusmerío local obligado, la vigencia de esa clase de tejido social que las grandes ciudades -tristemente- se engulleron por completo hace mucho, mucho tiempo ya.
7#
Viajar solo tiene ese no sé qué… es como una conversación ininterrumpida con el yo-interior, a veces el reinado de una clase de silencio que es difícil de lograr al estar rodeado del escenario del día a día. Tiene sus sinsabores: despues de caminar ocho cuadras hasta encontrar la parrilla que me recomendaron, me encontré con que los mozos no quisieron arma una mesa para esta viajera solitaria y me asentaron sin sabelo un golpe mortal. Es evidente que a los ojos de algunos el viajero solitario es una especie de alien para quien no vale la pena hacer ningun tipo de esfuerzo – ni siquiera servirlo. Derrotada, caminé de vuelta esas putas ocho cuadras -envuelta además en el panico que me provoca caminar sola de noche en una ciudad que no conozco- para refugiarme, un poco avergonzada por mi soledad, en una rotisería devenida en restaurant, alentada por la escasa cantidad de gente en el lugar y por el aire familiar y agradable del sitio. Me recibieron con una sonrisa y asi también me sirvieron una porcion de pollo con pure de papas que me ayudo a despejar un poco el sabor amargo de la boca.
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Buscar refugio del caos de la ciudad en un pueblo donde se realiza una convención de tunning es, cuanto menos, una soberana ridiculez. En mi reaserch previo al viaje, en algunas páginas de anunciaba la realización de este particular evento y yo, en otra muestra de la soberbia que tiñe mi espíritu a veces, subestimé la cantidad de adeptos a esa actividad con animo para trasladarse a 250 km de capital. Resultado: los adeptos al tunning no solo me dedicaron sin saberlo un enorme #LTA, sino que literalmente tomaron por asalto la ciudad y -para mi completo desánimo- el más grande y bonito de los dos paseos públicos linderos con el rio.
Presa de una curiosidad y un territorialismo absurdo, después de desbaratar por completo una parrillada individual – solo dejé la morcilla- di un paseo por las entrañas de la convención, un espectáculo absolutamente particular. No solo me tomó por sorpresa la cantidad y variedad de gente que se convocó sino que tuve que rendirme sin pelea ante semejante muestra de pasión y tesón. Autos de todas las épocas, marcas y modelos se desplegaban en el pasto tal como lo harían en el mismísimo Museo del Prado. Algunos vehículos alcanzaban un nivel de perfección y cuidado que no puede sino despertar mi completa admiración, lo cual es mucho decir si se tiene en cuenta que un auto es, sin lugar a dudas, el último ítem en una eventual lista de “Cosas materiales que Claudia se compraría”. No pude dejar de pensar en cuántas horas y cuánto dinero llevaban invertidos en esos carros sus propietarios, muchos de los cuales admiraban la admiración que sus autos provocaban en la gente, parados junto al vehículo y mirándolo todo con una sonrisa de estúpida satisfacción. Otros encontraban particular placer en un intento de dejar a los concurrentes en un estadio de sordera total, con equipos de audio más dignos de un boliche que de un auto particular. Mi visita concluyó cuando el aturdimiento por la cantidad de autos-boliche sonando al mismo tiempo con reggeton, cumbia y marcha llegó al límite de lo tolerable y cuando empecé a mirar con cariño el carrito de las manzanas acarameladas, una excursión que mi maltrecho estómago difícilmente hubiera podido soportar luego de el despliegue de gula de apenas unas horas antes.