#MDQ

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2. Disfrutar. Tan fácil como: viajar en micro pero en asiento de a uno; el olor a mar; una pareja de señores mayores bailando enamoradísimos en el ya tradicional espectáculo de las escaleras de la Rambla; la foto número quinientos mil en tu vida de los lobos marinos; un galgo rescatado de pelo largo, corriendo por la playa y zambulléndose en el agua a buscar la botella que su humano le tiraba una y otra vez, incansables ambos, mientras la humana de ellos los miraba con amor; una pareja de teens chapando de cara al mar; amiga y amigo de ambos charlando, él claramente deslumbrado por ella, preciosa; una dupla de teens en la que ella le describe a él qué es un Starbucks (“muy yanqui” fue el final de su descripción); las casas de Mar del Plata que te cortan la respiración, recuerdo eterno de un pasado esplendoroso y lejano que no va a volver; los pies en el agua, la arena amarronada, tan amada, tan presente a lo largo de mi vida. Es así de fácil y yo me había olvidado.

3. Por la manera en que Nancy y Susana tomaban mate y charlaban quedó en evidencia su condición de locales. Les pedí disculpas por molestarlas sacando fotos muy cerca de donde ellas conversaban entretenidas. Nancy me preguntó de dónde era. Charlar con los lugareños es un placer obligado donde quieras que vayas: siempre hay un costado del lugar que sólo ellos pueden contarte. Anoticiadas de mi gusto por la arquitectura de MDQ me recomendaron varios spots que minutos después me sacarían el aliento: el Chateau Frontenac Hotel y la Villa Ortiz Basualdo que hoy es sede del Museo Municipal de Arte Juan Carlos Castagnino. La parte jugosa de la charla con ellas vino de parte de Susana, una porteña que vive en Mar del Plata desde hace 43 años. Una de las leyendas urbanas sobre el imponente Orfanato Saturnino Unzué es que en realidad se construyó para albergar a la hija bastarda de una de las hermanas Unzué, que, dicen las malas lenguas, tuvo un desliz por completo insostenible para la época, y creó una fachada perfecta que la ayudó a mantener su nombre impoluto. Mitos urbanos que abundan en una ciudad tan cercana y tan llena de historia.

6. A los miedos se los atraviesa o se los rodea. Yo, que nací con apenas una parte del gen de la valentía, opté por sumergirme apenas y bancarme el corazón acelerado y la sensación de que una parte de mi cuerpo quería salir corriendo sin parar. Me desperté ese día con un único objetivo: ir a Miramar a dar un paseo por el “bosque oscuro”, alrededor del cual abundan las historias de rarezas magnéticas y episodios inexplicables. El viaje fue todo un viaje: el colectivo entre MDQ y Miramar tarda unos 45 minutos; disfrute sin igual viajar escuchando música y mirando el mar un día gris, helado, de vientos furiosos, que devolvía una imagen de aguas turbulentas y blancas y lugareños escondidos detrás de toda ropa de abrigo posible. Como turista de balnearios fuera de temporada, me despiertan fascinación la soledad y esa atmósfera post-apocalíptica que transforma en pueblos fantasmagóricos esas mismas calles que durante el verano desbordan de gente y bullicio. Caminar por Miramar durante cuadras y cuadras sin cruzarme con otros seres humanos le dio a la excursión ese plus de extrañeza que venía a reforzar lo surreal de estar animándome a internarme a solas en un bosque solitario en medio de un día que estaba más para quedarse comiendo chocolate con churros que para andar de paseo. Pero fui a enfrentar mis miedos: mi absurdo miedo infantil a lo desconocido, a esa soledad misteriosa que parece esconder criaturas nefastas, terrores inimaginables, presencias acechantes y tantas otras definiciones posibles de peligros que sólo existen en mi cabeza, resabios de esa niña asustadiza que le tenía terror a la noche y a la oscuridad.

El bosque oscuro se encuentra enclavado en el Vivero Municipal de Miramar, un lugar hermoso, lleno de suculentas y otras especies nativas de plantas y árboles, que en plena temporada es un paseo obligado del turista y del lugareño pero que en un día helado de septiembre parece más el escenario perfecto para una secuela de The Blair Witch Project. Ahí estaba yo, decidida a que mis temores infantiles no me impidieran ese paso de superación personal. Ahí estaba yo, con todos los sentidos alerta, midiendo cada sonido, cada árbol, cada pequeño detalle de los alrededores. Un silencio espectral me rodeaba, sólo resquebrajado por el crujido de las ramas y el viento. Imágenes de esculturas religiosas en madera, enclavadas en el medio del bosque le daban un toque aun más terrorífico al escenario. Entonces: ¿rodear los miedos o atravesarlos? Hice hasta donde me dio el espíritu, en realidad, porque es menester reconocer las propias limitaciones y lo innecesario de autoinflingirme sufrimiento en medio de una especie de retiro espiritual en busca de descanso y encuentro. Me adentré en las primeras filas de árboles enormes, coronados por un cielo gris, centinelas que aseguran la mínima filtración de luz solar. Me apoyé contra un tronco, mirando la extensión de bosque ante mis ojos, rendida ante la evidencia de que me resultaba física y emocionalmente imposible atravesarlo y adentrarme en sus entrañas como me hubiera gustado. Esa soy yo, hasta ahí soy capaz y no está mal: pasé casi una hora dando vueltas entre esas primeras filas de árboles, una especie de frontera entre el miedo y la locura, atenta a las vías de escape, recordando de memoria el camino que había tomado, respirando ese olor a madera y mar, acariciando las cortezas irregulares, jugando con ramas y sin sacar la vista en ningún momento del horizonte a la búsqueda de esos predadores imaginarios, listos para salir de mi cabeza y hacerme huir despavorida.

La lucha siempre es contra uno mismo.

7. Toto y Julien son marinos. Los conocí en el acceso al puerto, al pedirles ayuda para llegar a la reserva de lobos marinos. Me dieron instrucciones muy amablemente y cuando andaba a medio camino, dutitativa y desorientada, me doy cuenta de que vienen caminando detrás mío. Julien me pregunta si me ubico para llegar y la verdad es que no. Se ofrecen a escoltarme y a llevarme al playón donde los bichazos que pesan como 500 kilos viven entre humanos, totalmente adaptados, estrellas absolutas para los turistas de ese universo particular que es el puerto. Toto y Julien están buscando trabajo; ambos vienen de familias de pescadores y en nuestra charla surgen las referencias a “el bote de mi hermano”, “la vez que mi viejo estaba en el mar”. Toto es tímido, más joven. Julien tiene tres hijos y extrovertido. Me dicen que está todo parado por las elecciones, que hoy están a la espera de que se despierte el sereno de un barco para ir a apalabrarlo para que los tenga en cuenta para próximas embarcaciones. Les pregunto si les gusta el mar. Los dos me responden al unísono que sí. Les digo que a mí el mar y los barcos me aterran. Supongo que a ellos los aterraría mi vida de oficina de 10 a 19hs, de llamadas y presentaciones. Hablamos de lo difícil que es mantenerse con la moral alta cuando las cosas no salen. “Hay que pensar en positivo” me dice Julien, y yo que ando con días de alma tumultuosa le sonrío. A cada uno de nosotros nos tocan pequeños incidentes, grandes pruebas, luchas sin cuartel y no hay determinismo en eso: para un par de marinos será la falta de trabajo; para una citadina neurótica será el stress de una vida internética. Ninguno de los tres está peor que ninguno de los otros dos. Distintas historias, distintos planes del universo para cada uno. No es dable la comparación y está bien. Nos despedimos con un fuerte abrazo y mi deseo de que encuentren el laburo que buscan. Me quedo mirando el mar, los barcos frágiles y destartalados que flotan mudos sobre la costa.

Pienso en qué difícil es ser humano, adulto, responsable, feliz. No importa dónde te haya tocado nacer.

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