Volar

«Bienvenida a mi oficina» me dice. Estamos a 3.000 metros de altura, y el mundo debajo se ve como una alfombra emparchada de verde, amarillo y ocre. La laguna de Chascomús, a lo lejos, parece un espejo gigante. Ahí estamos, colgando en el aire como sin peso, planeando suavemente después de la adrenalina extrema de los 45 segundos en caída libre. Él en su salto número 2.000 y pico. Yo, cumpliendo mi largamente esperado sueño de tirarme en paracaídas.


Pocas palabras pueden describir los pensamientos y sensaciones que me acompañaron en las horas previas. Es sencillo: si lo pensás mucho, no lo hacés. Después de todo, ¿qué cosa más antinatural para los seres humanos que volar? Nunca estuvo en el plan de la naturaleza que aquel fuera un territorio conocido para nosotros, bípedos con pulgar oponible, que evolucionamos bajando de los árboles para enderezarnos en tierra firme.

Pero ahí estaba yo, anotando mis datos en una planilla que, palabras más, palabras menos, deja a tu absoluta responsabilidad hasta la más mínima probabilidad de terminar la aventura convertida en papilla contra el suelo. «Quedáte tranquilo» le dije la noche anterior a #novio «que si el paracaídas no se abre yo me voy a morir volando, me voy a morir feliz». A él no le pareció graciosa la idea, pero a mi sí: después de todo, quien escribe tuvo durante su infancia un fuerte vínculo con la idea de volar. A los seis años me tiré con un paraguas desde el entretecho de la casa de Caseros que me vio nacer. Mary Poppins tuvo un gran impacto en mí, para nada comparable con el porrazo que me pegué y los coscorrones que me dio mamá ante la alocada idea.

En la pequeña recepción de SkyDive Center la radio pasa Free falling de Tom Petty y yo, un poco con mariposas en el estómago, un poco con pavor, caigo en la cuenta de que ese día prístino y fresco que marca el comienzo del otoño 2015, me va a encontrar concretando una vieja ilusión, como un llamado, como esas cosas que necesitás hacer porque te definen. Si, saltar de cabeza al vacío, dejando mi vida en las manos de un desconocido y en la gracia de un pedazo de tela bien enrollado están en mi ser tanto como mi amor por los perros, por el rock, por el cine y el chocolate.

Completado el papeleo de rigor, el video explicativo me dejó una sola certeza: en algún momento de esa experiencia efímera, justo antes de dar el salto, todo mi ser colgará al vacío dada que esa es la posición a adoptar en los saltos en tandem: tus piernas cuelgan de la avioneta, tus manos se agarran con fuerza al arnés que tenés puesto, y lo que te ata a la vida son los más de 10 mosquetones de hierro ultra resistente que el instructor, Sebastián, se encargó de chequear y rechequear antes de abrir la puerta del pequeño Cesna biplaza.

Ni cuando te ponen el arnés ni cuando ves al instructor poniéndose el paracaídas: el momento en el que te das cuenta de que, de hecho, no vas a volar sino vas a caer con estilo, es el momento en el que te subís a la avioneta y empieza a carretear por la pista, levantando vuelo de forma muy ruidosa. Dentro de la avioneta apenas entramos, comprimidos, el piloto, los dos instructores, y los dos saltarines de turno (otro chico y yo).

En uno de los costados de la avioneta hay dos carteles: uno dice «Kiss a pilot» y el otro es una graciosa señal de una figura humana echando un flato, tachada en rojo, una muy sutil forma de decir «Prohibido cagarse». Le pregunto a Sebastián si alguna vez le tocó que alguien se arrepienta. Y me responde algo así como «No, no, noooooooo» haciendo el gesto de saltar. Okey, entendido: a menos que tengas un brote psicótico, vas a aterrizar con el paracaídas, nunca con el mismo avión que te subió.

Me dedico a mirar el paisaje que se achica cada vez más y algo extraordinario me sucede: no siento miedo, siento una paz y una felicidad inmensas, que me hacen sonreír sin parar. Acostumbrada a tomar aviones con frecuencia gracias a mi trabajo, el sentido común indicaría que la situación de estar a minutos de saltar al vacío debería producirme al menos un poco de la inquietud que siento cuando la voz del capitán de cualquiera de los vuelos que he tomado en los meses pasados nos saluda y nos cuenta cuántas horas volaremos, a qué altura estaremos y nos invita a disfrutar del viaje. Pero no. Quiero saltar y quiero saltar ya mismo.

Sebastián me dice que estamos listos; abre la puerta de la avioneta y el viento helado me pega de lleno en la cara. Haciendo una maniobra de contorsión digna del Cirque Du Soleil, finalmente acomodo mis piernas por fuera de la avioneta y la sensación de sostenerme pero no estar agarrada a nada me acelera el corazón y me empiezo a reír en voz alta. El instructor me susurra al oído «Disfrutalo que dura poco. ¿Vamos?».

Mi respuesta se convierte en un grito en el segundo exacto en el que me doy cuenta de que estoy cayendo a 200 kilómetros por hora derechito hacia la tierra, y el viento es muy muy frío y me deforma la cara y me comprime los ojos (¡mis expresiones en el video son tremendas!) pero yo no me doy cuenta porque estoy gritando con la boca abierta y riéndome sin parar. Siento el tirón del paracaídas abriéndose y enseguida, la más hermosa sensación física que he experimentado en mucho tiempo: mi cuerpo entero en posición vertical flota en el aire y no peso nada, y muevo mis manos porque recuerdo que Sebastián me dijo en la avioneta que si viajar es avión es volar, tirarte en paracaídas es como nadar. Nado en el medio del cielo, el piso está muy lejos, nubes con formas redondeadas andan a mi alrededor y me siento enorme y poderosa, libre de preocupaciones, 70 kilos de pura alegría mientras no paro de gritar que quiero quedarme donde estamos, que no hay necesidad alguna de bajar.

El instructor me pregunta si quiero que demos unos vueltas y yo le grito que sí, que no le tengo miedo a nada y en ese preciso instante no le miento (después, cuando aterricemos, volverán mi pánico a la oscuridad y a los payasos). Planeamos para un costado y para el otro, damos un par de vueltas y el suelo se acerca demasiado rápido y yo no quiero dejar de volar. Todo lo bueno de la vida hace mal, es ilegal o se termina: con resignación me pongo en posición de aterrizaje, levantado las piernas hacia adelante, lista para dar un par de pasos apenas toquemos el piso.

De vuelta en tierra, Sebastián me desacopla y yo, con un chute de adrenalina recorriéndome cada centímetro del cuerpo, empiezo a saltar y a reírme a carcajadas, abrazo a #novio, le pido que me saque una foto junto a Sebastián «al hombre al que le entregué mi vida por 15 minutos», beso a #novio, me río, salto y me vuelvo a reír. Recién entonces me doy cuenta de que me duele mucho el oído derecho (consecuencia del viento helado que acabo de enfrentar) y empiezo a sentir la nostalgia por lo acontecido, sabiendo que tal vez pase mucho tiempo hasta que vuelva a hacerlo otra vez, y con la definitiva certeza de que hay cosas que si no las aprovechas mientras ocurren, después es demasiado tarde. La puta que vale la pena estar vivo.

 

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