Lina

varias 036

Todos los perros, un perro.

Lina.

Sus orejas peludas, su lengua con una mancha negra que nunca supimos cómo o por qué le salió. Su hocico oscuro y suave que llené de besos. Su gusto por morder el agua de las mangueras o regaderas en el parque. Su estampa de guardiana. La manera en que me recibía cada vez que llegaba a la casa de mis padres, moviendo su cola como de zorro y sonriendo con esa manera feliz de sonreir que tienen los perros. Acariciarla con los pies descalzos los días de calor. Tranquilizarla ante su pánico a los fuegos artificiales y bombas de estruendo. Pasé uno de los mejores años nuevos de mi vida con ella, a solas las dos en la casa enorme y vacía, mirando Cuando Harry conoció a Sally. Se refugiaba entre mis piernas cuando los petardos explotaban, plenos de estupidez e ignorancia, y yo intentaba calmarla abrazándola y hablándole en voz baja.

Ayer me miró con ojos cansados, agitada, derrumbada en un rincón del parque, una súplica en su mirada oscura.

Lina murió hoy. Una inyección terminó con su dolor después de 48 horas de innecesario sufrimiento. Los veterinarios pueden ser incluso peores que los médicos en lo que a sufrimiento ajeno respecta: sus pacientes están condenados a la pavorosa injusticia del silencio. No hay quejas, casi. Hay, sin embargo, miradas que lo dicen todo.

Hace un tiempo escribí acá acerca de cómo elegiría la muerte de los que amo (si pudiera elegir). Ayer al verla así, terminal, hecha un despojo de lo que fue, no albergué ninguna duda sobre qué era lo más humano para hacer. No era yo quien debía tomar la decisión final porque técnicamente Lina era la perra de mi madre. Compartí en silencio su última palabra como dueña, y no hice ningún esfuerzo en socavar las disidencias dentro de la familia respecto a las alternativas posibles. Mamá y yo estábamos de acuerdo y eso era para mí lo más importante de todo. Lo único cierto y absoluto es que Lina tenía que dejar de sufrir.

Los perros, todos ellos, cada uno de ellos, tienen una cualidad que es única: son capaces de sacar a relucir lo peor y lo mejor de las personas. Hay quienes los torturan, los abandonan, los lastiman, los atropellan sin darles asistencia, los condenan en silencio con su pavorosa indiferencia. Hay otros que los rescatan, los salvan, los ayudan, los protegen y los aman con total entrega.

Para muchos, la muerte de una mascota es el primer contacto con la desaparición física de alguien amado, la primera cachetada de que sólo tenemos dos certezas indiscutibles en esta vida: que nacimos y que nos vamos a morir más temprano o más tarde. Y ese primer contacto a veces no es muy distinto de otros contactos futuros porque la muerte es para mí como un disparador de una fila de piezas de un dominó mental infinito, mete el dedo en cualquiera sea la llaga que represente eso para cada uno – un miedo irracional a lo que vendrá (o no) después, la carencia irresoluble de alguien amado, la preocupación por los que quedan, las preguntas sobre lo irresuelto, las decisiones que no tomaste, los lazos que no sabés cómo reparar.

Anoche me despedí de Lina. Le acaricié la cabeza un largo rato, a solas las dos en el parque inmenso y silencioso. Le dije que la quise mucho, que fue una buena compañera, le pedí perdón por el dolor innecesario, por no haber hecho todo lo que estuvo a mi alcance para que tuviera un mejor final (si es que hay algo que yo hubiera podido hacer).

Anoche el dominó comenzó su alocada carrera en mi cabeza y me abruman la tristeza y las preguntas.

He tenido mejores días.

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