Silencio
Es #domingo y yo vengo remando una semana ardua. Me refugio en amigos y en mi familia (mis dos escondites favoritos, después del silencio y la soledad). Me refugio en la estupidez superflua y muy #minitah de la Red Carpet de los Golden Globes. Justo cuando me invade cierta sensación de comodidad, el llamado que lo cambia todo: él -uno de los pocos «él» realmente significativos de los últimos 10 años de mi vida, uno de los pocos hombres con los que alguna vez imaginé una vida- llama y me habla de la enfermedad terminal de uno de sus seres más queridos. Y yo, habitualmente ducha con las palabras, buena en el arte de dar consuelo y acompañamiento, me quedo muda. Soy incapaz de articular más palabras que una serie incongruente de «ays» y palabras cariñosas. Le ofrezco mi compañía, le ofrezco lo unico que uno puede ofrecer en momentos sin protocolo como estos: el amor incondicional que se tiene sólo por un puñado de personas sobre la Tierra y que sólo un pequeño grupo de personas realmente puede honrar.
Días como estos son una prueba a la fortaleza y al temple.
La vida, que a veces te besa en la boca con pasión, otras no tiene reparos en cagarte a trompadas. Y te espera con la guardia en alto, mirándote mientras yacés en el piso, respirando agitado y con la nariz sangrando, preguntándote si vas a levantarte y darle la pelea que busca.
La miro de frente, porque esta noche en particular la muy puta me da miedo.
Pero no me asusta.
Foto: Starlight